Entonces llegó 1922 y Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus lógico-philosophicus, dio en el clavo al protestar contra la arrogancia de sus colegas, filósofos y científicos, cuando repudiaban el “lenguaje ordinario”, denunciando en ese rechazo igualmente la ilusión de un “lenguaje extraordinario”, porque no tenemos más lenguaje que el ordinario, no hay una alternativa al lenguaje más allá de él, y sería sólo en sus márgenes en donde brillarían las demostraciones, los ritmos y las armonías.