En los años sesenta, muchos jóvenes aficionados blancos al blues empezaron a coleccionar las obras de los maestros del country blues primigenio. Entre ellos estaba un muchacho apasionado, tímido, barroso y con lentes gruesos, que desde hacía algún tiempo ya tocaba la guitarra, y el cual se sentía solo e incomprendido en un mundo donde un purista del blues, como él, era obsoleto.
El rock (a través de sus distintas manifestaciones) nunca ha pretendido sostener una verdadera revolución, aunque en esencia la ha convocado y regularmente exhorta a la insurrección, a lo contestatario, a lo marginal, a ver el reverso de la moneda, a las preguntas desde otro punto de vista. Como todo arte (tanto en lo más conspicuo musicalmente como al ser una cultura viva y en desarrollo), no es más que el reflejo, la expresión de una realidad.
Ser o no ser, beber o no beber. Los demonios, lo demoniaco. En Malcolm Lowry podrían llamarse demonios esas inquietudes, innatas y esenciales a todo hombre de genio, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental.
El panorama para la fusión estaba en obras cuando Blues Project apareció en la escena musical. De medirse sólo en términos de las listas oficiales de éxitos, su impacto tal vez parezca insignificante, pero el grupo se integró en la contracultura del rock de una manera por completo diferente: como un ardiente conjunto en vivo que se presentaba en los clubes de Greenwich Village.
La poesía en el cine es una urgencia candente que no se puede expresar de otra forma que en imágenes gloriosas. Quizá ahí sea donde se mejor se pone de manifiesto esta sensación, en la que con la movilidad cambiante, la filmación de detalles, cortes y tomas diversas, convierte al mundo conocido en vistas originales y de una apariencia distinta. Plasmada así es la textura vital de los sueños y un anclaje que nunca ata para detenerse en ellos.